Por Natalia Rodriguez
Son las 9.30 de la mañana cuando diviso la Feria Pinto y a medida que me acerco al corazón de Temuco veo como este lugar comienza a tomar vida entre personas comprando y vendiendo, entre ellas Mónica Bello Cabello, una mujer con poca estatura y con mucha alegría para compartir.
Recorro lentamente los pasillos que dividen y seccionan la Feria Pinto, paso por un sector donde venden quesos y el aire está impregnado con su característico olor, luego por donde se ofrecen para la venta diferentes tipos de pescados y mariscos, como choritos y tacas. En el suelo hay pequeños charcos de agua y el lugar está más frío debido a los mostradores con hielo que se esfuerzan por mantener fresca la abundante mercancía a esta hora de la mañana.
Sigo adelante hasta que mi recorrido termina frente a una mujer de poca estatura (no más de un metro cincuenta y cinco) que bordea los 50 años, de tez clara y cabello oscuro con unas pocas canas, de pequeña nariz respingada y con las mejillas sonrosadas a causa del frío de la mañana.
Mónica Bello Cabello apenas me alcanza a saludar cuando tiene que alejarse un poco debido a una clienta con intenciones de comprar zanahorias, inmediatamente se nota que es una mujer que tiene las matemáticas a flor de piel, probablemente por el hecho de haber estudiado durante su juventud en un liceo técnico con especialidad en contabilidad, o simplemente por la costumbre y rutina que se crea en su ambiente de trabajo.
Crianza e infancia
Mientras vende y empaqueta las zanahorias veo que tiene las uñas pintadas de negro y sus manos son pequeñas y rugosas, como las de alguien que lleva esforzándose varios años. Me habla sobre sus padres, relata que eran de Curicó y que llegaron al sur como jóvenes enamorados, se establecieron en Temuco y tuvieron cinco hijos, la penúltima de ellos “La Mona”, como es conocida Mónica en el entorno de la feria.
“Mi casa siempre estuvo llena de gente, pero aun así nos dieron valores” dice con un tono meloso mientras sus ojos oscuros se enternecen. Continúa con “nos enseñaron el respeto, el esfuerzo y el hecho de que uno vale por lo que es, no por lo que uno tiene” y le da largo sorbo al pequeño vaso plástico con café que sostiene a dos manos en un intento de alejar el frío matutino. Se nota que recuerda esos tiempos con cariño. Cuenta que son gente sencilla y humilde, gente a la que nunca le faltó el pan sobre la mesa, pero siempre se raspó la mantequilla.
La familia Bello Cabello vivía con lo justo y un poco menos, pero Mónica al día de hoy lo considera una buena infancia, de una familia muy unida, probablemente por el hecho de que su padre, quien quedó huérfano a los cinco años y tras haber sido criado por extraños, anhelaba poder construir realmente una familia. Mientras me comenta esto mis ojos se vuelven llorosos y aunque podría culpar a las cebollas que tiene Mónica para la venta, sé que son las emociones.
Entre amigos, conocidos y hermanos dando vueltas, Mónica cursó enseñanza básica y media sin mayores dificultades, luego hizo un preuniversitario y terminó por estudiar secretariado ejecutivo bilingüe en el centro de formación técnica CIDEC, aunque nunca ejerció. “No es que no me gustase, es que el comercio me gusta más” dice simplemente, y debe ser un patrón familiar, ya que como su padre (que fue comerciante en la feria, también) hoy tres de sus hijos continúan su labor.
Esposa y madre
Mientras La Mona me conversa, llega Miguel Reyes, un hombre alto y desgarbado, de cabello castaño recogido en un moño sobre la nuca y barba incipiente. “Monita, compré cebollas a doce por luca, las viene a dejar en un rato el viejo chico” dice ansiosamente mientras se frota la nariz aguileña, enrojecida por el frío, y tan rápido como llegó, se va.
Mónica me mira y nota mi curiosidad. “Es mi marido” dice, y se nota ternura en sus palabras, luego me comenta que llevan veintitrés años casados, que se conocieron de casualidad en la feria (cuando ella iba a ratos para acompañar a su papá) y que al día de hoy son los compañeros ideales. Cuando me habla de él le dice “Miguel Papá” para diferenciarlo de “Miguel Hijo”, que es su único hijo de veintiún años que está apasionado por la cocina y que entrará a estudiar gastronomía en Inacap. “Quizás le gusta tanto cocinar porque siempre me vio a mí”, reflexiona y me cuenta de mil y una historias que terminan con los dos llenos de harina, con algo muy salado o con alimentos quemados, finalmente me dice con el amor natural en la voz de una madre: “es un buen cabro mi Miguelito”.
Confianza en lo laboral
Me admite que ha sido difícil trabajar y mantener una buena relación con su hijo, debido al poco tiempo que tienen para compartir, pero ha realizado los esfuerzos suficientes para que la confianza y el cariño siempre estén presentes. Con su esposo es diferente, mientras que a algunas personas les agobia trabajar con su pareja, ellos lo disfrutan y se complementan, ya que él se encarga de buscar los productos a vender y a La Mona se los compran. Es extraño verla “vender” porque ella no grita (como se acostumbra) ofreciendo las zanahorias, cebollas, ajos o ajíes, si no que la gente se acerca y ella pregunta: ¿Qué le doy? Y es suficiente para empezar la venta, mientras pesa y embolsa los productos es cómico el sonido que producen sus pantalones debido a que son de los que se utilizan para la nieve.
“Considero que acá (en la feria) somos una familia” me relata con confianza y erguida de orgullo por gente que la ha visto crecer desde una niña que acompañaba a su padre de vez en cuando hasta la mujer que es hoy.
Mientras hablamos se acerca una mujer alta y delgada vestida de negro, le entrega un par de billetes entre risitas y vuelve al puesto de ropa de donde provino. “Cuando puedo hago gorritos de lana y la Claudita me los vende, nos vamos a medias” me comenta de manera picaresca y a modo de confidencia. Y veo que Mónica es una persona feliz, lo noto en la seguridad con la que habla, en la postura saltarina que tiene todo el tiempo, en la sonrisa casi permanente en su rostro y en el afecto con el que saluda a todos los conocidos.
Los trabajadores ofrecen sus productos a viva voz como los mejores y “¿qué va a llevar, caserita?” o “dos kilos en mil” son frases recurrentes mientras me alejo de manera lenta en comparación a todo el ajetreo que se vive ya más avanzada la mañana en lo que es la Feria de Temuco. Dejando atrás historias y vidas como la de Mónica, el murmullo de las conversaciones, el sonido de los carritos de compras y el cerrar de bolsas plásticas; dejando atrás a personas que viven, ríen y aman lo que hacen en el mar relaciones que se entretejen en la Feria Pinto de Temuco.