Se acabaron los choclos

Por Jorge Montecinos M. y Roberto Campos D.

Es lunes, llueve y hace frío. El ruido de las micros, el olor a humo y los gritos se mezclan, y la feria es un ir y venir de colores, voces y personas. Perros ladran y la lluvia no parece mermar la actividad; una carreta tirada por caballos avanza, mujeres ofrecen verduras y los hombres cargan sacos. Todo a un ritmo imparable, todo sin descanso, todo pronto, todo ahora. La feria es extensa y el tránsito es lento. Recorrerla por completo es ardua tarea y hace falta voluntad y tiempo. Ni el barro ni el agua van a aplacar esta mañana de carnaval; colores y gentes se funden, espectáculo de la cultura y diversidad. Todo fruto, toda verdura, toda flor encuentra aquí su lugar. Este lugar es para todos, y todos encuentran aquí su lugar.


Foto por Valeriya Tikhonova

¡Los últimos choclos!

Avanza la mañana y el frío no cesa. El aliento forma una nube blanca, mezclándose y flotando en el aire, desapareciendo como humo afuera de cada boca. ¡Choclos! ¡Los últimos choclos! Interrumpe una voz rígida, profunda y desgastada. En un extremo de la feria, sonriendo junto a la calle, de pie se erige un hombre alto, bigote abundante y pelo largo con canas, ondulado y con jockey. Las hojas marchitas caen a su alrededor como testimonio del otoño; su rostro arrugado brilla en la mañana y su cuerpo robusto se impone por sobre el resto. Hombre viejo, perdido en su abrigo, esperando. Ese es su puesto, esa es su esquina. Se refriega las manos, se arregla el cabello y levanta la cabeza. Tiene frío, pero hay que trabajar. Esa ha de ser su consigna de vida: hay que trabajar. A pesar del frío, hay que trabajar. A pesar de la vida, hay que trabajar. Este es su trabajo; ¡Choclos! ¡Los últimos choclos!

Veinte años

“Hace veinte años. Vendo choclo hace veinte años”. Si tiene 68, hay que restar veinte y queda en 48. Vende choclos desde los 48 años. Antes de eso trabajaba la tierra. Mario Barra, “El Choclo”, se siente cómodo en su territorio. El apodo es una explosión de creatividad, una ocurrencia obvia. Mario posee una destreza única con el machete, corta choclos y los amontona con envidiable manejo. Son veinte años en lo mismo. Sus habilidades manuales solo pueden compararse a sus habilidades de persuasión: con el mero recurso del habla, vende 50 choclos en un espacio de cinco minutos. “Mi madre murió muy joven, mi padre me obligaba a trabajar. Eran otros tiempos; eso ya no se puede hacer. Y está bien. Después de todo, yo no tuve infancia, la perdí”. En su voz hay profundo pesar, ya sea por anhelo del tiempo pasado o por los años perdidos, o bien por su infancia infeliz. No mantiene la mirada, las palabras son al aire. La misma voz que tan bien ocupaba para convencer, convencerían a cualquier de que su infancia fue triste. Él no quería vivir de esto. Pero aquí está. Y aquí estuvo desde hace veinte años.

Los caseros de siempre

La mañana avanza y así la venta de choclos. Varias veces ha vendido más de cincuenta de una sola vez. “Son los caseros de siempre”, dice. “Es buen choclo, no vendo cualquier lesera”. Silba y se quita el jockey. Se arregla el pelo y continua,  “Mi vida es esto. Trabajo y trabajo. No tengo mujer, no, para qué. Ya no es tiempo. Ya pasó la vieja”. No lo hiere, pero lo lamenta. Sonríe con una mueca. Agacha la cabeza y mira el piso. Detrás de este triste espectáculo de palabras, yace una esperanza. Su vida es esto, pero no le basta. No es suficiente, la vida es algo más. Él seguramente no deseó toda su vida estar aquí. Él no deseó ser “El Choclo”. Pero más allá de sus deseos, la realidad golpea como un fierro en la sien. Mario es quién es, y seguirá así. Pero está cansado. Lanza un carbón al fuego. Pone las manos encima y reposa. Suspira, encoge los hombros, los deja caer.       Repite. Cuando toma una bocanada profunda de aire y se decide a hablar, se interrumpe a sí mismo. Su atención ya no está aquí. Levanta la vista al cielo, como buscando. Lo que sea que busque, no lo ha encontrado. Al menos no ahora. Ahí viene otro casero. Cincuenta choclos más. Machetazo y a la bolsa. Una y otra vez, una y otra vez, con única destreza. Son veinte años en esto. Y estos son los caseros de siempre.

Tarde, mañana y noche

Está cansado. Reposa sobre una silla, Mario está cansado. “Tarde, mañana y noche”, repite. “Trabajo tarde, mañana y noche. A las cinco me levanto y parto para acá. A la tarde voy a buscar choclo. Después, vuelta a levantarme a las cinco. Así es la cosa”. Está exhausto. Las voces y los gritos se alzan como estacas en una cabeza agotada, en un cuerpo fatigado. Se levanta y ahí van cincuenta choclos más. El barro, la lluvia, y Mario trabajando. Cortando una y otra vez en un espiral que hace veinte años se repite. Su voz se apaga, deja caer los brazos y cierra los ojos. “El Choclo” quiere dormir, pero ahí van diez choclos más. Y veinte. Y quince. Que hastío. De vez en cuando grita “Los últimos choclos”. Es real, ya se acaban. Y ahí van los cincuenta últimos. Como cansa ser uno mismo. Como le cansa a Mario ser Mario. Más de alguna vez habrá deseado ser otro, con más privilegios, con más descanso. Pero Mario también disfruta ser Mario. “El Choclo” es popular. Lo que hace con el machete es arte en la feria, nadie corta como él. Es distinto, y a la vez igual a todos. Él, como todos, está agotado. Él, como todos, no quiere más. Él, como todos, trabaja tarde, mañana y noche.

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