Por: Gabriel Gutierrez
Eran las 3 de la tarde de un sábado cualquiera y yo ya estaba listo para comenzar a preparar un trabajo para la universidad. Tomé mis apuntes, encendí el computador, me senté frente a él y esperé a que encendiera completamente para así empezar a avanzar en lo que más pudiera.
La pantalla encendió, se cargó el escritorio y automáticamente dirigí el mouse hasta el ícono de Word para tener una larga y quizá un poco aburrida tarde, tratando de avanzar lo que más pudiera en este trabajo que debía entregar sí o sí la próxima semana. Pero algo pasó, algo frenó de lleno mis ganas (o mejor dicho, obligación) de comenzar a escribir y buscar información de lo que se me encomendó: no había Internet.
Entré al navegador, destruí el botón F5 de tanto presionarlo, desenchufé como veinte veces el bendito modem y nada de nada. ¿Qué sucedió? ¿Se me olvidó pagarlo? ¿Fue una caída completa? Ni idea, y en todo caso lo que menos pensaba era eso sino que más me importaba era que cada segundo que pasaba perdía más tiempo para comenzar a producir y no tener que estar a última hora —como buen chileno—, haciendo un trabajo que quedaría más incompleto que la Selección Chilena sin Alexis Sanchez ni Gary Medel.
Camino a la desesperación
Pero luego de ver mi triste situación y al percatarme que la falta de Internet ya no era algo que yo podría solucionar, empecé en esas típicas divagaciones de joven aburrido, en las que aprovecha el tiempo muerto para comenzar a pensar en cualquier cosa, a lo que se me vino solo una cosa a la mente: ¿Tan dependiente soy del Internet? ¿En qué momento pasó que me transformé en “Neo” de Matrix, que tiene que tener conectado un cable al cerebro para ver la realidad?
Lo mejor fue comenzar a recordar y darme cuenta que no siempre esto fue así, que no siempre fui una persona que si no tenía Internet me quedaba en la inercia. Es más, cuando chico jamás tuve Internet y que yo sepa llegué hasta cuarto medio sin repetir ningún ramo.
Y fue en ese preciso momento en el que comencé a meditar sobre la tremenda comparación que existía entre una versión mía de unos 10 años, más chica, con más voz de pito y que a pesar de que ni sabía que existía algo llamado Internet, igual lograba hacer todos los trabajos que se le pedían sin problemas.
Comenzar a buscar información
Y bueno… vayamos por parte. El proceso de crear un buen trabajo es comenzando a buscar la información que él o la profe pidieron.
Al iniciar esto, mi yo de 10 años sin Internet recurría al tiro a las 3 fuentes más fiables que cualquier Google: Mis papás, Icarito o la Encarta. Porque quizá no había un buscador universal que te diera toda la información de una, pero en estas 3 fuentes tenías todo lo que requerías sin problemas.
Así que terminadas las clases, recurría al tiro a preguntarles a mis papás si sabían algo sobre la información que me habían pedido que buscara en la escuela. Si mis papás no tenían idea y creían que hablaba en chino, me iba a la segunda opción y comenzaba a desempolvar todos los Icaritos viejos que se guardaban en mi casa… y que de seguro tendrían la respuesta a lo que requería.
Y si esta también me fallaba, entonces no quedaba otra que conseguirse el Encarta pirateado con algún compañero de la escuela, ir al negocio de la esquina, comprar un CD por 700 pesos y grabar ahí la enciclopedia que sería mi compañera perfecta en la escuela y que me haría pasar todos los ramos a puro “Control C y Control V”.
Y ahora, yendo a mi yo del presente sin Internet y viviendo en un mundo en que todo está instantáneo y que le daría una flojera extrema el tener que buscar una enciclopedia pesada donde buscar información, ¿qué haría si no tuviera internet?
Bueno… la del flojo, es decir, nada. Me cortaron las alas, el auto se quedó sin gasolina… así que el destino quiere que no haga nada y solo flojee hasta que llegue Internet, y que así inconscientemente termine de quemar las últimas horas que me quedan para avanzar.
Pasar el trabajo a papel
Ya… trabajo hecho, información encontrada. ¿Qué se requiere ahora? Pasar todo eso al papel para luego presentarlo así a la profesora y que ponga la nota que corresponde.
Y es aquí donde me voy aún más allá, a la época en que ni siquiera tenía un computador en la casa. ¿Cómo era mi mundo entonces sin usar computador, y sin siquiera saber lo que era una impresora? Pues simple, tomar muchas hojas de oficio o carta, comenzar con una concentración modo “monje shaolín” a hacer línea tras línea en cada hoja de oficio con una regla, y ahí escribir de puño y letra toda la información que tenía que plasmar. No importaba nada que el costado de la mano me quedara lleno de tinta de lápiz Bic o que la escritura quedara más chueca que la falla de San Andrés, porque era sí o sí necesario que tuviera que escribir todo para que luego meter el trabajo en una hermosa carpeta y así entregarlo.
Y ahora, si a mi yo del presente le dan un trabajo largo y extenuante en el que se requiere buscar información y no tiene un computador donde escribirlo o se quedó sin tinta en la impresora… ¿qué rayos se le ocurre hacer? ¿Escribir de puño y letra? ¡Como se te ocurre! Si ya me da flojera escribir un mensaje en WhatsApp o un estado en Facebook, no me pidan usar un lápiz y una hoja para ponerme a escribir algo tan aburrido como información para un trabajo.
Y bueno, como no me queda otra, pago el pecado de la flojera con tener que caminar más que mormón hasta encontrar algún ciber donde pueda escribir e imprimir, o rogarle y humillarse frente a algún compañero que tenga impresora con tinta.
Presentar el trabajo
Y como no todo es simplemente escribir el trabajo y hacerlo, también es necesario preparar algo para presentarlo a todo el curso y a la profesora acerca de la información que se te pidió que investigaras.
¿Qué hacía en este caso mi yo de 10 años, sin computador, ni Internet, ni siquiera data show? ¡Fácil! Recurrir a lo manual, a la creatividad de niño, al clásico y recordado “Papelógrafo”. Porque si, para mi yo de 10 años no había tecnología ni nada que pudiera negarle ir a una librería cercana a comprarse dos pliegos de papel craft o cartulina blanca, pegarlos con un stick fix rojo marca Artel, escribir encima de ella toda la información con un plumón negro permanente marca Faber-Castell, y decorar el escrito con fotografías recortadas de los Icaritos y pegadas encima con una cola fría que te dejara las fotos bien adheridas y los dedos bien sucios. Y todo esto para presentar tu papelógrafo al frente de tus compañeros, y así pudieran presenciar frente a sus ojos todo el trabajo que hiciste y la información que buscaste.
Pero como mi yo del presente es más cómodo, dejó de lado todo el proceso del papelógrafo para simplemente llegar a la clase con un pendrive chico, meterlo al computador y mostrar el Power Point ordinario que hice para presentar la información. ¿Y qué pasa si el pendrive me falla? ¿O si el computador sufre un desperfecto? Simplemente jodí. No hay plan b ni carta bajo la manda, porque además de Internet también para colmo me volví dependiente del pendrive. ¡Atroz!
En fin, sinceramente puede ser que la tecnología nos haya facilitado la vida, pero también nos hizo tan dependientes a ella que no nos queda otra que rezarle a todos los santos cada vez que la vamos a utilizar, para que no falle en ningún momento. Y mientras estoy aún aquí, tratando de dármelas de maestro chasquilla y tratar de hacer que vuelva Internet para seguir mi trabajo, me encantaría volver a ser mi yo de los 10 años. Ese que cambiaba el Internet por la imaginación, para así lograr hacer todas las tareas que se propusiera.