La niña que habló en la Dirección de Tránsito

Por: Valentina Duarte

Son las 8 de la mañana. Hace frío y la neblina se confunde con el espeso smog del centro de la ciudad de Temuco. El edificio de la Dirección del Tránsito se encuentra abarrotado de gente y todavía no abren. Hay adultos, jóvenes, gente mayor, incluso niños silenciosos pero atentos, como cazadores.

La puerta principal se abre a los pocos minutos y el tumulto de gente entra rápido. Al instante llenan todos los rincones de la sala. La gente comienza a agruparse en la fila para sacar números de atención y entre ellos piden que se respete el orden de llegada. —“No se cale pus señora”. Grita un hombre que llegó de los primeros a la fila pero que a punta de empujones quedó de los últimos.

Se acerca una oficinista del lugar. Es una mujer bajita, con pecho de paloma que impone respeto con su ácida aura, y por lo visto, sin ánimos de agradar a nadie. Con un tono de voz innecesariamente alto y golpeado dice: “Shhhhhhh… ¡Silencio”, y luego se va.

La gente se sobresalta y de inmediato se vuelve sumisa como niños regañados. Algunos comienzan a hablar en susurros y pareciera que temen consultar a la señora “pecho de paloma” o hacer lo que venían a hacer: el trámite de la licencia de conducir.

Las horas comienzan a pasar lentamente. Los mismos clientes de la mañana rotan por cada uno de los puntos donde se encuentran los oficinistas: por la recepción, por la fila de números, por el sitio donde toman las fotografías para la licencia, por la caja, por las salas donde se rinden los exámenes teóricos de manejo y de visión.

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PASA LA MAÑANA

Los trabajadores comparten el mismo patrón de expresión facial. Parecen odiar a la gente y estar donde están: atendiendo a estas personas que parece que odian. Son filosos, no sonríen. Es como si estuvieran diseñados para responder con monosílabas o para sonar hartos desde el primer contacto con un cliente. Como si ellos les estuvieran haciendo un favor al atenderlo, cuando en realidad todos están desembolsando dinero para ser atendidos como corresponde: con respeto, que es lo mínimo.

La concurrencia se ve tímida, incómoda. Como corderos que circulan de un lugar a otro arreados por el pastor, pero ninguno se queja. No directamente, pero se escuchan murmullos de disgusto. Los clientes, que desde un comienzo no se conocían ni hablaban, ahora se unen en un descontento generalizado, el cuchicheo recorre el departamento como un secreto a voces, pero nadie parece tener las ganas de alzarse ante ello. Si bien el ambiente ya era deprimente y estresante, minuto a minuto se fue tornando insufrible.

En la sala de espera para el examen a la vista, entre los asientos y el malhumor, una niña de, al parecer, unos 6 o 7 años que estaba acompañada por su mamá, balanceaba los pies en su silla. Inquieta. La pequeña, bastante despierta como para captar el ambiente, le pregunta en voz baja a su mamá. “¿Mami, por qué la señora de la mesa es tan pesada?” Algunos de los que escucharon giraron disimuladamente la cabeza hacia ella, otros, simplemente sonrieron.

La mamá le hizo un gesto con la mano para que bajara la voz, pero la niña volvió a hablar, bajando un poquito el volumen, diciendo que no le gustaba como hablaba. El público volvió a sonreír, pero la mamá, un poco incómoda por las miradas, le pidió que mantuviera silencio.

Ya son las más de las 12 y la sala aún sigue llena de gente molesta. El ambiente está para cortarlo con cuchillo y pareciera que los funcionarios de la Dirección de Tránsito están acostumbrados a esta realidad. Se les nota la indiferencia hacia quienes llevan horas y horas esperando hacer un trámite.

Mientras, la pequeña que hizo notar su molestia a su madre adhirió al impotente silencio de la concurrencia y entendió que así es la atención en el sistema público. “Mamá… tengo sueño, a qué hora nos vamos a ir?  “Ya hija… ya nos va a tocar… hay que seguir esperando”.

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