El Terminal de Buses Rurales de Temuco: historias de vida entre andenes y micros de campo

«Por Juan Carlos Poblete»

Caminar por la avenida Balmaceda a las cinco de la tarde es toda una experiencia de turismo aventura. Cualquiera puede decir que el esfuerzo físico es mucho menor al de subir un cerro en Pucón, pero la cantidad de historias que se esconden en el Terminal de Buses Rurales, ubicado en la ex “Calle Ancha” de Temuco, son tan o más enriquecedoras que cualquier experiencia de trekking por la montaña. Vidas de esfuerzo, nostalgia, sacrificio y pasión, hacen abrir los ojos sobre la responsabilidad que tenemos por preservar, rescatar y recordar el patrimonio material e intangible que nos queda.

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Un cuarto para las cinco de la tarde y el primer paso que doy en calle Portales me permite comprobar que el calor es peor que el que sentía en la micro 5 desde la que me acabo de bajar. Avanzando por calle Matta, hacia el norte, el olor al tubo de escape de la locomoción urbana que avanza hacia el sector Estación, cambia radicalmente a un agradable aroma de madera barnizada, o quizás a lustramuebles. Cuesta precisar, ya son las cinco y el calor no da tregua. A lo lejos, logro distinguir buses antiguos y llenos de polvo. Letras rojas con un cholguán pintado blanco de fondo anuncian como destino “Zanjapulil”, sector rural que jamás había escuchado nombrar. Las letras pasan rápido frente a mi, y a medida que veo a la añeja micro alejarse, un niño de unos cinco años me mira como despidiéndose. ¿Sabrá ese niño lo que hay detrás el Terminal de Buses desde donde salió el bus que lo acerca a su casa, en algún recóndito lugar de La Araucanía? De seguro no. Yo tampoco, pero aquí voy, a averiguar.

PATRIMONIO URBANO

Los primeros metros que avanzo por la vereda norte de la avenida Balmaceda, pasado Matta, los dejo para tomar un respiro. Pasando por la tenue sombra de un árbol saco cuentas y concluyo que no me demoré más de 6 minutos en llegar desde el centro hasta acá, y estoy una cuadra de la Estación y a un costado de la Feria Pinto. “Desde chico que trabajo aquí, he visto como todo esto ha crecido. No se puede contar la cantidad de gente que pasa por aquí. Esto al final es parte del centro”, defiende Manuel Pino, mecánico ubicado en un local a pasos del Terminal Rural, mirando a un vendedor de helados que baja contando monedas desde una micro que va hacia Maquehue.

La Feria Pinto, junto a los barrios Estación y Tucapel, son parte de un estudio del Consejo de Monumentos Nacionales para determinar si cumplen la característica de “zona típica”, declaración que se otorga a los sitios que constituyen un patrimonio tangible de la identidad histórica y urbana de una ciudad. “Esto no es patrimonio urbano. Esto es un pedazo de campo, una zona campestre, que vino a quedar al centro”, sostiene Sonia Monsalves, mirando fijamente el anticucho que gira sobre la parrilla que instala cada día desde las ocho de la mañana, en la entrada del Terminal. Y es que aquí todo es un ambiente de pintoresca tradición. Con cientos de pasajeros hambrientos convertidos en potenciales clientes que rondan, mi pregunta “¿no sabe de qué carne es el anticucho?” llega a sonar insolente para Beatriz Maliqueo, quien al pasarme una sopaipilla –adquirida a módicos $150 pesos– me dice riendo que “mientras sea comible y esté barato, la gente compra igual”.

EL AVANCE URBANO Y LA TRADICIÓN RURAL

El olor a la fritura y a carne asada queda atrás cuando ingreso al Terminal de Buses Rurales. Erróneamente, lo hago por el ingreso a los buses y no por el acceso peatonal, pero mi equivocación me guía hacia “el caballero que sabe harto”, según asegura el guardia. René Biset tiene 72 años y es el encargado del control de las hojas de ruta que la Subsecretaría del Ministerio de Transportes ordena registrar a cada bus que sale y entra de este terminal. “Esto se hacía antes, pero a mano”, se excusa, mientras escribe con rapidez en una máquina de escribir digital sobre un papel prepicado. René me cuenta que el terminal antiguamente estaba ubicado por Pinto, pero llegando a Miraflores. El actual Bandejón N°2 de la Feria Pinto “estaba lleno de buses que salían cada una hora hacia Carahue y Cunco, y los otros que salían cada una hora y 45 minutos hacia Chol Chol – Galvarino, Lautaro y Gorbea”, explica Biset, quien recuerda que empezó a trabajar el año 1968 y actualmente también es el “locutor” que anuncia las salidas. “Los dueños de los buses se organizaron y compraron este terreno en el año 1982”, precisa René, cortando las tiras prepicadas laterales de una hoja de despacho. En efecto, el terreno de 4 mil 45 metros cuadrados está inscrito en el Conservador de Bienes Raíces a nombre de la Sociedad Comercial Terminal de Buses Rurales S.A. Mil 700 de ellos son, más de 30 años después, la edificación de dos pisos que da vida al Terminal Rural de Temuco. “Hace unos veinte años hubo hasta 80 empresas ocupando todos estos locales”, me señala César Concha, quien atiende la agencia de los Buses Erbuc. “Ahora ya no son tantas empresas, pero las que quedan andan siempre con las máquinas llenas. Yo tengo cinco recorridos, con horarios tres veces al día, y siempre vendo 30 pasajes mínimo en cada salida. Saca la cuenta”, me desafía. Son casi 500 personas diarias, solo en una empresa de buses que cubre sectores rurales como Icalma, Manzanar y Selva Oscura, entre Curacautín y Lonquimay, y otros sectores de Melipeuco.

ATARDECER DE MICROS LLENAS

Un cuarto para las siete de la tarde, y cuando ya estaba a punto de irme, veo un montón de cajas y sacos pequeños de harina apilados en el extremo de uno de los 15 andenes del terminal. Son de María Alvear, quien está a punto de abordar un bus a Lastarria, cerca de Gorbea, y hace una pausa para contarme que una vez al mes viene a Temuco a pagarse su pensión. oportunidad que aprovecha para llevar el conocido “pedido del mes”, desde uno de los abundantes supermercados mayoristas construidos alrededor. “Mis 70 años los he vivido allá, y es bueno que hayan buses cada hora y media. Antes había una vez al día y uno tenía que andar apurada. Ahora el supermercado me queda al lado, y es mejor”, me dice María antes de que subir al bus, tomando cuidadosamente una caja de frascos conserveros que lleva para sus mermeladas caseras, que comercializa en puestos de la Feria.

El encuentro de lo rural y lo urbano. La amistosa unión entre la gente de campo con los estresados trabajadores que conviven el día a día entre el ajetreo propio de una zona comercial antigua, cada día más encerrada en el centro de Temuco, como lo es la Feria Pinto. Entre esas condiciones, el Terminal Rural lucha por permanecer inconmovible ante el avasallador desarrollo del comercio mayorista y los proyectos inmobiliarios que buscan su remodelación, como uno surgido desde la Facultad de Arquitectura de la Universidad Autónoma, que pretende otorgar más comodidades y seguridad a los miles de pasajeros que conforman la población flotante de este recinto. “Es cierto que al final vinimos a quedar casi en el centro de Temuco”, me dice resignado Sergio Oñate, quien lleva 14 años como supervisor de las salidas de los buses NarBus que van hacia Nehuentúe, Trovolhue, Hualpín y Porma. “La cantidad de gente que necesita transportarse subió mucho en estos años, sobre todo estudiantes. No nos quedó más que ir poniendo más recorridos para que la gente pudiera movilizarse. Pero esto, los fines de semana y feriados está totalmente lleno. Las próximas generaciones verán cómo solucionan el tema”, advierte Oñate.

Una parte del patrimonio de la historia del transporte terrestre regional que hoy está terminando arrinconado en una avenida en mal estado, y una edificación que lucha por seguir en pie para seguir siendo el punto de confluencia cultural más representativo de la ciudad. Y que ha sido escenario de miles de historias de millones de pasajeros que han pasado por aquí: agricultores que llegan con sus hortalizas, estudiantes que se quedan dormidos apenas llega el bus… pasajeros, choferes, auxiliares y trabajadores cuyas vidas han girado en torno a este terminal. Como la vida de René Biset, el señor de informaciones y la voz de los parlantes del terminal, de quien me paso a despedir antes de irme. “¿Y hasta cuándo va a trabajar aquí?”, le pregunto. “Hasta cuando Dios quiera”, dice con cierta nostalgia mirando el atardecer, donde los últimos tenues rayos naranjas del sol que cae se ven entre las ventanas de un bus repleto que sale del terminal para encaminarse por la avenida Balmaceda.

 

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