A la espera de un milagro

 

Por Nicole Martin Fellay

Es jueves por la tarde y el frío ya puede sentirse en las calles de Temuco. A esa hora, cientos de apresurados transeúntes se desplazan sobre la vereda entre el ruido de los vehículos, los cuales forman una extensa columna a lo largo de la avenida. En medio de todo el bullicio, vendedores ambulantes ofrecen sus productos: “Lleve dos camisetas por mil”, “arepas calentitas”, son algunas de las frases más oídas en la plaza.

Más allá, al adentrarse en el hospital, el ambiente es un poco distinto, pues si bien se ven grupos de personas conversando entre las bancas y edificios, es posible notar que el sonido disminuye a medida que se avanza hacia el interior del recinto. Así, al caminar cuesta arriba y dirigirse al sector donde se encuentran las ambulancias, el silencio, con esfuerzo,  es casi completo. Todo parece bastante sereno y hay poca gente.

Pero esa tranquilidad se ve interrumpida al ingresar al sector de “urgencias”, donde muchos pacientes, de todas las edades, esperan a ser atendidos. Algunos intentan conservar la calma con la esperanza de que los llamen, otros discuten en relación a la mala atención y demora de los funcionarios, y otros, simplemente ya conocen el sistema y permanecen en silencio como estatuas. En el fondo, nadie quiere estar ahí, pero la vida es complicada y si no se tiene salud, ni siquiera se puede vivir.  

Para Gerónimo Sáez, quien tiene 59 años y reside en la comuna de Padre Las Casas, el panorama está claro. Lleva siete años esperando una operación y dice, nadie lo ha ayudado lo suficiente. Hoy, ha estado sentado en esta sala desde las 7 de la madrugada, es decir, lleva más de nueve horas esperando. El problema no es precisamente el tiempo que ha pasado, ni tampoco es el dolor que experimenta tras su enfermedad, eso, para él, ya pasó a segundo plano. Lo que realmente le atormenta es el miedo a que un día “el cuerpo no le de para más” y tenga que renunciar a la única fuente de ingreso económico que posee: su trabajo.

Gerónimo no tuvo educación superior y trabaja desde muy pequeño en una empresa que se dedica a crear y reparar caminos desde Cajón a Collipulli. Allí, labora todas las semanas para sostener a su familia, formando parte de ese 50 por ciento de trabajadores chilenos que gana menos de 350 mil pesos mensuales y que tiene que sobrevivir con altos niveles de endeudamiento y morosidad para llegar a fin de mes, según lo constatado por el estudio de la Fundación Sol.

“Debido a mi enfermedad, me es imposible pensar en buscar otro oficio. Pero también sé que si no hago bien mi trabajo, me van a reemplazar”, asegura cabizbajo mientras observa sus zapatos gastados. “Desde el consultorio de Padre Las Casas me enviaron hasta acá, diciéndome que no me preocupara, que todo iba a salir bien. Para mí es una complicación venir de tan lejos para que ni siquiera me atiendan”.

Y es que lógicamente, vivir en comuna tiene sus desventajas. El año pasado, el propio ministro de Salud, aseguraba que el Hospital de Padre Las Casas iba a ser entregado en el primer trimestre del 2019, lo que iba a significar también un desahogo para el Hospital Hernán Henríquez de Temuco.
Sin embargo, las terminaciones finales, la instalación de equipamiento y todo lo relacionado con la puesta en funcionamiento oficial del establecimiento se ha retrasado, perjudicando a los más de 400 mil habitantes de distintas comunas que podrían recibir atención médica en el lugar.

“La salud pública es así. Yo no tengo plata y no puedo operarme en una clínica”. Su relato entristece a cualquiera, sin duda la rabia e impotencia que siente este hombre  al ver que nada puede hacer por sus propios medios, es justificada. A su lado se encuentra Erika Vázquez, una mujer joven de unos 40 años que también vino a “chequearse” tras ser derivada desde el Consultorio Miraflores. Ella, intenta empatizar con Gerónimo, afirmando que, al igual que él, en el país hay miles de chilenos que pretenden ser operados, de los cuales varios fallecen sin conseguir una respuesta por parte del sistema.

Interior de la Sala de Urgencias del Hospital Regional Dr. Hernán Henríquez Aravena

De todas maneras, el protagonista de esta historia no ha dejado de luchar. Está casado y es padre de un hijo que no lo ve desde que supo que está enfermo, pero que irónicamente estima mucho. Respecto a sus propósitos y anhelos en la vida, asegura que lo único que desea es salud. A esta altura ya está cansado, ya ha pasado por mucho, ya no quiere más. ¿No es justo pedir un descanso? ¿No es obvio? Pues parece que no. Así, Gerónimo pasa la última etapa de su vida en medio de la incertidumbre, en medio del temor. Él necesita estar sano no para aminorar el dolor, si no para seguir trabajando, porque sabe que si no trabaja, nadie lo hará por él, porque sabe que si no trabaja, no tendrá qué comer y su esposa tampoco quiere verlo así.

Y entre tanta preocupación, este hombre reconoce ser feliz. Está a gusto donde vive, cree que no necesita nada más. No cambiaría su barrio por nada del mundo, pues considera que es tranquilo y está alejado de los obstáculos que presenta la ciudad. Siente que hoy en día las personas actúan como si fueran máquinas, que caminan sumidas en sus pensamientos e ignoran lo que ocurre a su alrededor. Que todo está automatizado y que lo humano se está perdiendo poco a poco. Por eso, él prefiere vivir en su comuna, donde según sus palabras, aún puedes tomar una “micro” vacía, donde aún quedan vecinos que dejan atrás su egoísmo y te prestan las cosas, donde los niños aún pueden salir a jugar a la calle, y lo más importante, donde aún la gente conserva su humildad.

 

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