Me dicen que no necesitamos feminismo

 Por: Claudia Patiño

ocac-1En alguna parte de la ciudad, un padre va a buscar al colegio a sus hijos, un adolescente y una niña pequeña. Se suben los tres al auto y el padre pregunta cómo estuvo el día, a lo que el adolescente no hace caso alguno. Por el contrario, la niña pequeña extiende sus brazos y cuenta con desbordante felicidad lo que aprendió: la profesora les leyó un cuento de una hermosa princesa que se dormía y luego debía despertar tras el beso de un aventurero y valiente príncipe. El padre escucha a medias el relato de su hija, y mientras el auto da una vuelta en una esquina, una mujer cruza la calle en luz verde. El padre le toca la bocina dos veces y se da vuelta a mirarla mientras ella llega a la calzada. Pero no está enojado. El relato de la niña ya fue olvidado, el padre le da un codazo al hijo adolescente y riéndose le pregunta: “¿la viste, hijo? Hay que tocarles la bocina bien fuerte cuando las ves así”.

En el centro de la ciudad, una mujer se encierra en el baño de un centro comercial y se echa a llorar. Le ofrecieron por primera vez un cargo directivo en la empresa en la que trabaja, pero lo ha rechazado porque es lo correcto. O eso cree. Se repite que no sería justo para sus hijos, ni para su esposo. Destinar más tiempo aún al trabajo es sencillamente imposible, cuando debe asistir a las reuniones de los niños, ocuparse de que estudien y que se bañen y además llegar a la casa a lavar la loza y la ropa a las siete de la tarde. Cómo voy a dejar el trabajo de la casa botado, no, es impensable, se repite. Se seca las lágrimas y reafirma que ya da igual, si ya no hay nada que hacer porque el trabajo se lo dieron a otro colega, un hombre de unos cuarenta años que tiene hijos igual que ella, pero con la diferencia de que él sí tiene tiempo.

ocacEn un bar, un grupo de amigas deciden que después de pasar una tarde bebiendo cervezas, es hora de ir a casa. Pero antes de pedir la cuenta, una de las amigas se dispone a contar la última historia de la velada. La amiga cuenta que el día anterior se subió a la micro y que un tipo se sentó al lado de ella. Nada extraño. Luego de varios minutos, el tipo se aclaró la voz y le dijo que sus zapatos eran bonitos, mientras le miraba las piernas de arriba a abajo. Después, como por arte de magia comenzó a hablar de su vida, recalcando que estaba separado, y de una frase a otra, como quien dice que el día está nublado, le pidió que lo fuera a visitar a tu trabajo. “Anda a verme”, le dijo. Le dió la dirección, y la amiga le cuenta a las otras que tuvo miedo, pero no le dijo nada a él “porque no se veía malo, solo fue un poquito insistente”. Al final (y mientras se toma el último sorbo de cerveza) dice que fue pura suerte que el tipo se bajase de la micro antes que ella, porque no sería “nada extraño” que algo le hubiese pasado.

En otro lado de la ciudad, una mujer camina a la parada del colectivo. Tras un largo turno en el hospital, deja atrás los llantos de niños, los insultos del hombre que la llamó inútil por tanto papeleo para que lo atiendan. No se ha puesto la chaqueta a pesar de que comienza a anochecer, quiere por un minuto disfrutar la última suave brisa del atardecer de ese viernes. Mientras espera el colectivo, prende un cigarrillo y un auto se detiene justo a su lado. Es un hombre joven, quien baja la ventanilla del auto y se le queda mirando unos segundos. “Mijita rica, ¿por qué tan solita? ¿Pa’ dónde la llevo?”, le dice. La mujer no responde, ni fuma, ni siquiera lo mira. Le da vergüenza y piensa en que ojalá nadie la esté mirando, aparte del tipo del auto. En vista de que no hay respuesta, el hombre hace un gesto de lanzar un beso y se va. La mujer apaga el cigarrillo y se pone la chaqueta.

Y así me dicen que no necesitamos feminismo.

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