Cine chileno: tiempo y contexto

«Por Enzo Cristóbal Rocha»

Los años pasan, avanzan con velocidad, y de a poco se nota que las artes no se quedan atrás. En el caso específico del cine, podemos darnos cuenta de que las materias tratadas en la pantalla grande —así como en la chica, que termina también reproduciéndolas— van de acuerdo a los contextos que experimentamos y siempre en completa concordancia a lo que vivimos. Y aunque no nos gusta mucho pararnos frente a este espejo que nos retrata tal cual somos, de igual forma los proyectores de las salas de cine sacan a la luz lo que pueden ser nuestros secretos más íntimos.

Imagen: Filmación de Nostalgia de la luz. Dirigida por Patricio Guzmán.

Es justamente esa una de las prerrogativas que posee el arte: descubrir, destapar y enrostrarnos temas que en el cotidiano preferimos callar, no mirar ni escuchar. Podemos negarlos, obvio, pero están registrados no por casualidad.

Cada país tiene el cine que se merece. Nosotros, como chilenos, tenemos el cine del que somos dignos. Y lo tenemos no solo por las audiencias o los realizadores, sino porque las expresiones artísticas se van adecuando a su siglo. Por eso hablar hoy de un cine de minorías, que aborde asuntos delicados y controvertidos, ya no resulta extraño. Y en mayor medida después del fin de la dictadura. Eso sí, medio entre ensayo y error. Ahora, lo importante no es mostrar imágenes por mostrarlas, el modo en que se exponen las ideas y los elementos que encierran las historias es lo significativo, lo que finalmente trasciende y produce un debate más rico. Más sano.

Un poco de historia

A partir del año noventa, en plena transición, el país entraba en procesos de fuerte transformación en todos sus estamentos, y la cultura no escapó a estos cambios. La sociedad, que ya no era la misma, cansada de tapujos, vetos y censura, comenzó a ser parte de la efervescencia de esta nueva democracia que traía consigo, en el papel, más facilidades para el desarrollo cultural. El cine en Chile, por esos años, anduvo deambulando por vaivenes que no dieron los frutos esperados, pero que así y todo sirvieron de piso para lo que vendría al finalizar la primera década de los gobiernos de la Concertación.

Es evidente que los ánimos no eran los mismos que los de la dictadura y la gente, por lo mismo, demandaba a la “industria” que dejara atrás la densidad en los contenidos de  sus filmes, en lugar de la comedia. Y no es que no hubiera cintas de este género, lo que se pedía era una mirada más humorística de la vida. Algo más light. Era una generación totalmente nueva, la de un adolescente Chino Ríos, la del no estoy ni ahí.

Este es el momento en el que nace el verdadero cambio en el trato de las historias: una dispersión temática que se abría a temas más personales —amén del nuevo sistema que defendía libertades individuales—, en desmedro de la gastada política y crítica social.

Luego de 1999, con el estreno de El chacotero sentimental, de ese mismo año, notamos que la manera en que mejor se les da a los chilenos contar sus historias es a través de la comedia. Y acá es donde quería llegar. En este género es donde, fundamentalmente, se abusa en cuestiones que van en pro de la igualdad de género, porque, por más que exista una amplia diversidad de tópicos, nuevamente la forma no es la adecuada.

Las temáticas del cine hecho en el país no hacen más que reforzar, por ejemplo, el rol de la mujer y el concepto del machismo tan arraigados desde siempre. Situación similar a lo que ocurre con la homosexualidad y la liviandad con la que se le mira, potenciando y creando nuevas caricaturas, ya sea para un gay o una lesbiana: que, en el lugar del hombre, se demuestran y exageran cualidades entendidas socialmente como femeninas; en el de la mujer, actitudes masculinas. Y en ambos casos, con un marcado sentido a la supuesta promiscuidad de estas personas; todos construcciones sociales.

Tiempo al tiempo

Pero como los tiempos cambian, asimismo, los tabúes y su nuevo estatus van ganando terreno. Hoy se habla y se trata de diferente manera lo que ayer no. Por esa razón es que es tremendamente necesario subrayar el trabajo que han realizado algunos cineastas, cada uno con distintos matices, pero guardando algo en común: el intento por naturalizar esta problemática y mostrarla más cercana. Tan cercana como, en realidad, lo es.

Y lo más fácil y, por qué no decirlo, válido sería hacer películas que presenten temas tan relevantes como la homofobia o someter a los espectadores a ser testigos de sus mismos abusos —provocados con o sin intención— hacia individuos con otra identidad u orientación sexuales. Pero no. Parece ser que para ellos, los directores a los que hago alusión, resulta más efectivo establecer que la homosexualidad existe, evitando hablar de estas aparentes minorías sexuales como bichos raros y declarando que es perfectamente común que hoy salgan a la palestra, del clóset o de donde sea.

En ese sentido, muy importante es lo que hizo Julio Jorquera con su ópera prima Mi último round (2010), que relata una simple historia de amor entre un rudo boxeador y un desorientado mozo, haciéndole el quite a cualquier estereotipo en el que se pudo caer y centrándose en el terrible drama social y la marginalidad que golpea hasta el nocaut a los protagonistas. Una cinta excepcional.

Otro de los creadores que ha sabido huir de los clichés es Sebastián Lelio, que con La sagrada familia (2006) y Navidad (2009) ayudan en algo a sensibilizar y aceptar esta realidad innegable.

Los tiempos corren, y nosotros con ellos; y todo indica que la mentalidad chilena se acomoda a los contextos que nos toca vivir, así también nuestro cine, que cada vez nos abre más los ojos y nos enseña cómo somos. Los tiempos corren, pero también a veces trotan. Lo que importa es que no nos dejen atrás.

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